Estos estudiantes se asocian a los Córvidos para reforestar un bosque después de un incendio

Las Charas de Santa Cruz son máquinas de plantar bellotas. ¿Podrían los guardabosques voladores ser justo lo que los páramos quemados del oeste necesitan?

El ave de color azul brilla como una llama de gas. Parece sumergirse, no volar: Dos aleteos, el impulso para lanzarse en una caída total, lleno de gracia y fe, remontado vuelo con seguridad por sus alas que lo propulsan hacia arriba, antes de que el siguiente impulso lo pose sobre una rama.

Es una Chara de Santa Cruz, prima de la Chara Californiana que abunda en los comederos de tierra firme, que solo puede encontrarse aquí, en la Isla de Santa Cruz, la más grande de las ocho Islas del Canal cerca de la costa sur de California. Esta ave azulada tiene las cejas blancas, el torso gris y una V sobre su pecho blanco como el cuello de una camisa. Regaña las tres mujeres que lo han llamado esta tarde de enero —¡PASHPASHPASH!— como un elegante señor mayor que refunfuña para que le den su cena.

Carina Motta cuenta con esta audacia. Junta sus labios para intentar imitar el regaño de la chara, llamándolo hacia una plataforma de madera cargada de bellotas de un roble encinillo de la isla. La chara obedece arrojando las semillas al suelo con sus alas y hundiendo cada una de ellas en la tierra con su pico.

Alimentar a los animales en la naturaleza por lo general no está bien visto. Pero esta interacción particular podría ofrecer un pequeño atajo para restaurar los robles en los paisajes dañados en los que una vez crecieron, incluido el prado en el que Motta se encuentra en este momento con Minerva Rivera y Evelyn Bobadilla.

Las tres estudiantes de grado trabajan con Scott Sillett, un científico del Centro de Aves Migratorias del Smithsonia, y con Mario Pesendorfer, un investigador en el centro y el Laboratorio de Ornitología de la Universidad de Cornell. Utilizan plataformas de alimentación para atraer a las charas de los encinillos intactos hacia terrenos recientemente quemados, con la esperanza de que las aves pongan sus talentos especiales en acción.

Las Charas de Santa Cruz, como muchos otros córvidos, son “acaparadoras de dispersión”. Los robles producen bellotas cada otoño, y las aves recogen hasta 4,500 cada una, muchas más de las que comen. Estas bellotas que sobreviven el invierno sin ser devoradas tienen la posibilidad de convertirse en árboles. Cuando el naturalista Joseph Grinnell observó cómo las Charas Californianas transportaban bellotas lejos de los robles en Sierra Nevada en 1935, vio la “locomoción de todo el bosque” sobre las alas de esta ave.

El objetivo en Santa Cruz es dirigir dicha locomoción, creando una “pequeña isla de robles”, cuenta Motta, acelerando la expansión del bosque sobre las áreas quemadas. No es una idea tan descabellada. Luego de la última era de hielo, se cree que los córvidos aceleraron la expansión de las hayas y los robles de América del Norte hacia el norte topándose con los glaciares que se retraen. En Alemania, los guardabosques han sacado provecho de la siembra de las charas por medio de la preservación de grandes robles y la provisión de cestas con bellotas adicionales. En un bosque urbano de Suecia, los investigadores estimaron que contratar humanos para hacer lo que los Arrendajos Euroasiáticos hacían en forma gratuita costaría alrededor de $3,800 por acre por año.

Al estudio de Santa Cruz, ahora en su segunda temporada, le llevará varios años demostrar si el uso de charas es una táctica de restauración viable. Si se corroboran este y otros estudios similares, podrían sugerir nuevas formas de explotar los poderes curativos autóctonos de los bosques, así como lo hacen sus habitantes salvajes, y expandir aún más los escasos fondos de conservación. “Es una posibilidad realmente emocionante”, señala Sillett.

Existen muchos lugares que necesitan ayuda, y California ocupa uno de los primeros puestos. El estado ha perdido más del 30% de sus bosques de robles, en gran medida por el desarrollo urbano. Y aunque los robles están adaptados para el fuego, el cambio climático está generando incendios forestales cada vez más intensos y frecuentes que pueden matar árboles maduros e incluso transformar los hábitats de robles en matorrales o pastizales. Después de los incendios de North Bay en 2017, los californianos se unieron a la siembra de bellotas y plantaron plántulas de roble con el fin de estabilizar el suelo, combatir a las plantas invasivas y restaurar los bosques diezmados en áreas compartidas con las charas. Imagine lo que podrían contribuir las aves, si guiáramos atentamente sus habilidades, sugiere Sillett. “Al caminar por los increíblemente robustos paisajes de California, se vuelve rápidamente aparente a todos que si uno tiene un pequeño robot azul que esparce semillas, es mucho más eficiente que tenernos a todos nosotros corriendo por aquí”.

L as Islas del Canal sin duda se encuentran entre los paisajes más robustas y más alterados de California. En el 1800, los rancheros introdujeron decenas de miles de cabezas de ganado, incluidas ovejas, vacas y cerdos, en ecosistemas que no estaban acostumbrados al pastoreo. Muy pronto, los pastizales y las tierras áridas reemplazaron a los chaparrales y bosques de robles. Para cuando The Nature Conservancy compró la mayor parte de Santa Cruz en 1978, 10 especies de plantas y animales estaban cerca de la extinción, y había cerdos y ovejas salvajes por doquier.

Luego de eliminar las ovejas en los años 80 y a los cerdos que se alimentaban de bellotas en 2006, el hábitat autóctono comenzó a recuperarse: Los encinillos de Santa Cruz aumentaron en un 50%, junto con un aumento de entre el 20% y el 30% en las poblaciones de charas, según lo que sugiere el trabajo de Sillett. Otros investigadores descubrieron que la expansión de árboles era consistente con el rango de distribución de semillas de las charas. “Eso nos hizo pensar sobre si podrían las charas haber sido sus propios jardineros accidentales y haber recuperado su propio hábitat”, destaca Sillett. Y de ser así, ¿sería posible mejorar dicho proceso?

Décadas de trabajo similar en bosques tropicales ofrecen algo de información. Estos sistemas complejos albergan a cientos de especies de árboles, y la mayoría de ellos dependen de los animales para que esparzan sus semillas. Por lo general, no es posible que las personas los replanten a gran escala, desde un punto de vista logístico o financiero. “Restaurar los procesos y atraer a los dispersores tiene mucho más sentido porque, entonces, el ecosistema puede ser autosustentable”, señala Karen Holl, una investigadora de la Universidad de California en Santa Cruz que estudia la restauración forestal en Costa Rica.

Este elegante enfoque es más complicado de lo que parece. Muchos científicos han intentado impulsar la recuperación natural por medio de la colocación de aseladeros y cajas de anidado artificiales en pastizales abandonados con el fin de atraer a las aves y los murciélagos, que luego defecan las semillas que han comido en su hábitat intacto. Sin embargo, las hierbas invasivas a menudo eliminan a las nuevas plántulas, frenando la recuperación forestal antes de que comience. En cambio, plantar un árbol, o una isla de árboles, puede proporcionar una fuente de semillas y atraer animales al mismo tiempo que se eliminan las hierbas, permitiendo que las semillas germinen.

La eficiencia de los dispersores de semillas también depende de cuántos sean, y cuánto queda de su hábitat natural para proveer semillas. En el fragmentado bosque atlántico en Brasil, en el que tanto los dispersores autóctonos como el hábitat son limitados, Wesley Silva, del Instituto de Biologia de UNICAMP, estudia cómo las estaciones de alimentación podrían hacer de cualquier animal que esté disponible (incluidos aquellos invasivos como los titíes) un “colaborador” para la restauración. ¿Su vehículo de elección? Bananas llenas de semillas autóctonas. A estos animales “les gustan mucho las bananas”, informa. Es “la fruta universal”.

Debido a que los árboles crecen con lentitud, lleva tiempo que estas técnicas muestren resultados. En el oeste de los Estados Unidos, por ejemplo, los científicos planean una estrategia de restauración de más de un siglo para pinos blancos, en la cual el Cascanueces de Clark llevará a cabo el “trabajo pesado”, explica la bióloga Diana Tomback de la Universidad de Colorado-Denver. La roya ampulante de Asia, junto con el escarabajo del pino y la extinción de incendios, está diezmando a los árboles. Algunas agencias han dedicado décadas a la recolección y al cultivo de semillas, así como al análisis de plántulas para desarrollar la resistencia a los hongos. Una vez plantados esos pinos blancos, confiarán en las aves para que dispersen las semillas, un movimiento literal de resistencia. “Requerirá algunas generaciones humanas cumplir con esta labor”, remarca Tomback. “Esperemos que alguien esté atento a esto”.

Sillett y Pesendorfer no necesitaban un compromiso multigeneracional; necesitaban un sitio de estudio. Entonces, en marzo de 2018, los gerentes perdieron el control de un fuego que encendieron en Santa Cruz con el fin de eliminar árboles invasivos. Las llamas arrasaron 260 acres de hinojo invasivo, y luego alcanzaron a los encinillos: un margen perfecto a partir del cual persuadir a estos jardineros accidentales.

L as Charas de Santa Cruz no siempre sucumben a la persuasión y en esta segunda mañana de la visita de campo del equipo en enero, Motta está en medio de un enfrentamiento cara a cara. Camina sosteniendo una bellota con suavidad entre el índice y el pulgar mientras llama a unas aves posadas.

“Tienes que establecer una suerte de relación con ellas”, explica.

“Si no tenemos confianza”, agrega Rivera, “no tenemos nada”.

Con gran gentileza e inteligencia, Motta se describe a sí misma como una señora mayor atrapada en el cuerpo de una joven de 22 años. Perfeccionó sus sonidos aviares en un “taller de silbidos” al que asistió sola en la secundaria. En la Universidad de California en Santa Bárbara, estaba emocionada por conocer a sus colegas, quienes acumulaban registros de avistajes de aves de la misma manera que otros podrían acumular discos de vinilo. Sin embargo, ella no es una coleccionista, sino más bien una admiradora de la belleza con la que se interrelacionan las cosas, y pronto resolvió estudiar la forma en que los animales y las plantas construyen el mundo juntos.

La Chara observa a Motta con escepticismo, por lo que Motta y los demás deciden cambiar de táctica y arrojar bellotas esterilizadas sobre la hierba de la misma manera que uno colocaría cebo en el agua para atraer tiburones. Finalmente, un par desciende sobre la plataforma de alimentación.

En experimentos previos, Pesendorfer y Sillett colocaron marcadores de radio dentro de las bellotas para rastrear hasta dónde llegaban. Sin embargo, las aves quitaron todo, “como diciendo, ‘Al demonio con esto. Esto es basura”, proclama Sillett. No debería haber sido una sorpresa; las charas prefieren las bellotas sólidas a aquellas llenas de túneles de insectos, las cuales, junto con la costumbre de las aves de esconder semillas bajo matorrales protectores, conduce a una mayor germinación. En este momento, Motta, Rivera y Bobadilla se apresuran a seguir los movimientos de la chara con más herramientas analógicas (binoculares, telémetros y GPS) estableciendo puntos de referencia para cada bellota almacenada. Estas mujeres forman parte del UCSB-Smithsonian Scholars Program, el cual conecta a estudiantes subrepresentados de universidades locales con oportunidades como esta.

Seis plataformas han sido colocadas en las áreas quemadas, cada una adyacente al potencial territorio de apareamiento de una pareja de charas. Las charas adoran el cacahuate, por lo que el equipo utilizó cacahuates para entrenar a las aves a ver las plataformas como fuentes de alimento. Aunque están empezando de a poco, con 10 bellotas por estación por visita, la intención es llenar plataformas con semillas y abandonar el lugar; una suerte de comederos de restauración para aves.

Los fines de semana del equipo en la isla se desarrollan como una serie de comedias dramáticas. Tenemos almacenamiento a escondidas, en el que una chara vuelve a esconder lo recogido cuando su compañero mira para otro lado. Otros engullen tres a la vez, como glotones. Algunas veces, dice Motta, el equipo realiza llamados durante 15 minutos antes de darse cuenta de que las charas están posadas detrás de ellos, observándolos. En estos momentos de espera, está lo suficientemente silencioso como para escuchar el golpeteo de las alas de los cuervos, un sonido que Bobadilla ama. Para ella, la proximidad de las aves es algo sacado de una película de Disney. “En serio, me siento como Cenicienta”, exclama después de que un Colibrí vuela alrededor de su cabeza.

Cuando el equipo regresa en mayo, observan brotes verdes; “nuestros niños” los llama Motta. No son muy impresionantes en tamaño, pero son extraordinarios debido al mecanismo con el que fueron creados. Dieciocho robles pequeños se alzan en las áreas quemadas cerca de las plataformas. En las zonas en las que el equipo no alimentó a las aves, encontraron tan solo uno. Aunque las aves llevaron la mayor parte de las semillas cerca de los encinillos, en lugar de llevarlas hacia campo abierto, escondieron más del 80% de las bellotas dentro del área quemada.

En octubre, Motta, recién graduada, regresa a la isla para supervisar un nuevo equipo mientras ajustan los métodos del estudio. Esta vez, utilizarán cadenas de dos plataformas en cada ubicación para atraer a las charas más adentro del área quemada y complementarán las bellotas con bayas de toyon y cerezas perennes, plantas autóctonas que podrían proteger las plántulas de roble.

En última instancia, será fundamental evaluar la factibilidad. “¿Cuál es el costo por bellota germinada plantada por una persona en comparación con aquella plantada por un ave?”, pregunta Sillett. ¿Y cuáles son las probabilidades de que cada una se convierta en un árbol? La reproducción de robles es inconstante, agrega Liv O’Keeffe, directora de comunicaciones de la California Native Plant Society, quien se encuentra dirigiendo un esfuerzo para “repoblar de robles a California”. Las bellotas son viables solo por una temporada, y las plántulas mueren por un sinnúmero de razones. “Todo lo que podamos hacer para mejorar las posibilidades de crecimiento de un roble es importante”, destaca O’Keeffe, por lo que podría ser mejor alentar a las charas a ayudar a los sembradores humanos en lugar de reemplazarlos.

No obstante, ya existe un interés en este enfoque. Con Sillett y Pesendorfer, el Servicio de Parques Nacionales espera poder reclutar becarios del Smithsonian para un estudio con Charas Californianas sobre los bordes del área quemada a raíz del incendio Woolsey el año pasado, el cual arrasó con 100,000 acres. Alrededor de un quinto de la misma forma parte del Área Nacional de Recreación de las Sierras de Santa Mónica, en la cual los incendios anormalmente frecuentes e intensos han generado preocupación con respecto al aumento de especies invasivas. Este es un ciclo vicioso de retroalimentación que resultará en incendios aún más intensos y frecuentes, posiblemente transformando ecosistemas enteros. La situación a nivel estatal tampoco es optimista: Las áreas quemadas totales por año se han quintuplicado en las últimas cinco décadas, probablemente debido a que las temperaturas más cálidas secan la vegetación.

Sin embargo, aunque el uso de charas para acelerar la recuperación de dichos sitios no demuestra ser rentable, comenta Sillett, continua siendo de utilidad para los estudiantes: Revela la profunda interconexión entre organismos vivos y las incontables maneras en las que se apoyan unos a otros, ahora visible gracias a una lluvia de semillas y un destello de plumas azules.

Este artículo se publicó originalmente en la edición de invierno de 2019 como “Cuerpos de conservación de córvidos” (Corvid Conservation Corps). Para recibir la revista impresa, hágase miembro hoy mismo realizando una donación.